Hace unos cuatro años estuve muy ligada al mundo ecuestre, en un pequeño pueblecito de Huesca, donde nací, Barbués. Aprendí mucho de la psicología equina y del mundo de la doma natural. He escrito algunos relatos de esas experiencias personales que deseo compartir con aquellos que aman a este animal, que es el único que podrá ser domado pero nunca domesticado totalmente, de ahí su encanto. Aquí va uno de esos relatos que escribí en mi diario:
Un caballo entero sale con toda su fuerza, brío, energía de la cuadra, me recuerda la imagen de un toro saliendo a la plaza. Pilar, Reyes y yo no nos movemos, tenemos miedo, pero el caballo tiene más, según nos explica Jesús, que es la persona que me enseñó este fascinante mundo.
Su belleza es todavía mayor en movimiento, su galope es desmesurado, se nota que desea escapar a toda costa, y no encuentra la salida. La presencia de personas le inquieta. Su sudor refleja el miedo que siente.
Espartaco enamoró a Jesús, que decidió comprarlo sin saber todavía la doma natural. Por eso, a base de muchas horas de observación y alguna caída casi mortal (una le dejó inconsciente en el suelo) ha ido aprendiendo la mente de este animal, ha comprendido que es un ser temeroso al que jamás hay que someterlo, sólo hay que mostrarle el liderazgo en base a la confianza.
A los minutos, Espartaco empieza a disminuir su movimiento, nosotras seguimos inmóviles como estatuas de piedra. Jesús se acerca a él y le pone la cabezada, el bocado y la cuerda, seguidamente se sitúa en el centro y empieza a darle cuerda, marcando su ritmo, al trote, al galope… Y luego me saca a mí.
Mi corazón late con fuerza, siento un poco de miedo, no me siento capaz de marcar el movimiento a semejante animal, todo un torrente de ENERGIA bruta, al ser un caballo entero. Le digo a mi instructor: “Vale pero quiero que estés cerca de mí”. Y él, con gran psicología, permanece al principio cerca, luego se va alejando sin que yo lo note, ya que estoy tan preocupada por mantener el ritmo del animal, que no me percato ya de que estoy sola, en el centro.
Espartaco de repente se para, y yo hago algo incorrecto: me pongo cerca de él, casi de frente. Jesús me dice que eso no lo haga, que lo asusto porque así es como el depredador se coloca para atacar a un caballo, y me comenta que basta con que mientras con la mano derecha mantengo la cuerda con la izquierda señale los cuartos traseros del animal. Esta indicación va seguida de una explicación: “Es así como en la manada los caballos de forma natural se empujan, por la parte trasera, para marcar el liderazgo. Si le empujas por detrás el animal irá hacia delante sin miedo, lo interpretará como que le marcas el ritmo, y no creerá que lo deseas atacar”.
Toda esta escena se produce al tiempo que un caballo anda suelto a sus anchas, haciendo cabriolas divertidas cerca de este círculo; otro caballo entero está atado a un remolque, y otro está de espaldas. Hay muchos perros de caza, tres de ellos son cachorros, y uno de ellos muerde la cola al caballo entero y de forma divertifs se va arrastrando con el movimiento… Es el ritmo de la naturaleza, sin sometimientos, sin imposiciones estúpidas del hombre.
Este instructor o domador es el responsable de que todo esté en equilibrio en este centro. Lleva cuatro años con caballos por hobby. Toda esta aventura empezó cuando vio la belleza de Espartaco, se enamoró de él y decidió probar a domarlo. Después, volvió a repetir el reto con un caballo tordo que jamás había sido montado: sus dueños lo tenían en un prado, y sólo lo empleaban para cubrir yeguas. Así, el caballo estaba a sus anchas, y no es de extrañar que cuando un jinete deseó montarlo, le diera semejante golpetazo que tuvo que ser ingresado en el hospital Miguel Servet de Zaragoza, con muchas costillas rotas. El dueño pensaba venderlo como carne al matadero, porque veía que era imposible que alguien un día llegara a montarlo. Hasta que llegó Jesús, que decidió comprarlo y ha conseguido colocarle el bocado y montarlo, unas seis veces. Es todavía poco tiempo, por eso se nota que el animal se resiste un poco. Sólo consiguen montarlo Jesús y Carlos.
Fue un placer para la vista ver la escena en que Carlos lo montaba: el caballo se dejaba pero con los cuatros traseros daba coces de vez en cuando. Era divertido, porque en pleno galope, parecía que iba a tirar al jinete, pero fue bonito ver cómo poco a poco iba dejando de hacerlo. Gracias a que Carlos no lo sometía, no tiraba fuerte de las riendas, y el caballo ya lo conocía, porque había sido domado por él, y por Jesús.
Es precioso sentir la fuerza brutal de un animal casi salvaje, nada que ver con los caballos de picaderos o de lugares donde se acostumbra a montar. Los cuatro caballos que tiene Jesús tienen todavía su esencia. Tanto es así, que los tiene a todos juntos en una cuadra, sólo separados por una barra de metal, que simplemente está apoyada en unos bidones llenos de agua y cemento. Estas barras separadoras se pueden mover, caer en cualquier momento. Jesús pone esa “frágil” separación porque dice que no quiere imponer, obligar a la separación. Y curiosamente jamás ha tenido ningún problema de juntar cuatro caballos, siendo dos de ellos enteros. Según explica: “Ellos están así en la naturaleza, saben su jerarquía, y no pasa nada. Ahora con estas barras les permito salir, no les obligo, cuando se vayan acostumbrando fijaré las barras”.
Ese equilibrio se trasmite en todo el recinto: un viejo almacén habilitado de cuadra, que tiene un espacio abierto, que es donde se puede montar, galopar, dar cuerda…
Y fue todavía más emocionante cuando Carlos y Jesús salieron a hacer un recorrido en los dos caballos enteros. Detrás de ellos, a 20 kilómetros por hora, íbamos en coche Pilar, Reyes y yo. Ellos delante galopaban con fuerza, iban a una velocidad superior (30Km/h).
La estampa era de una belleza absoluta. Los campos estaban verdes, muchos de ellos llenos de agua, ya que eran arrozales. El cielo del atardecer se reflejaba en el agua, como un verdadero espejo. Todo era armonía, un caballo blanco y otro negro iban delante del coche, y nosotras guardábamos gran distancia, para no interrumpir ni asustar con el ruido del motor semejante belleza.
Fueron dos kilómetros, pero todavía los tengo en el recuerdo. Llegamos a una casita que tienen mis padres en un campo. Es un lugar mágico para mí. Y lo fue más cuando al abrir la verja metálica los caballos entraron. Se pasearon por el terreno, su cuerpo estaba empapado de sudor, pero era blanco, y no era por el miedo, al contrario: era de haber disfrutado por caminos de tierra, en plena naturaleza, sin ningún ruido ni presencia ajenos.
La casa donde fueron los caballos era un lugar donde hace unos 30 años vivía una familia, tenían allí sus vacas, sus cerdos. Y todavía están las instalaciones. La casa se conserva perfectamente, a excepción de algunos cristales rotos, a consecuencia de saqueos. Tiene pocos y malos muebles dentro, para evitar más robos. Pero es un lugar con una PAZ inmensa. Un lugar que ofrece una lectura rápida: Allí vivió feliz una familia.
Ahora en la oficina, sigo embargada de ese enamoramiento. Es cómo cuando estás enamorada y no puedes hacer nada: A pesar del mucho trabajo, uno está embobalicado, feliz, flotando… sintiendo que ha tocado por un instante la FELICIDAD con un dedo. Y ese sentimiento durará unos días, porque es tan emocionante, que casi me han dado ganas de llorar esta mañana…
Artículo escrito por Rosa Castro Cavero ©